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martes, 5 de junio de 2012

Poemas de Pedro Salinas (1891-1951).


El primer contacto que tuve con la obra de Pedro Salinas —así como el de tantos otros poetas—, lo debo a aquellas ediciones económicas que Mondadori dio a conocer en la colección “Mitos: Poesía”, cuyo precio —¡aún en pesetas!— figura en la portada: 350. En México, mi país, el precio era de veinte pesos —lo que hoy en día equivaldría a un poco más de un euro. Para un estudiante como yo, ésta era una de las únicas formas en que podía hacerme de libros propios.

Salinas fue una influencia determinante: no sólo conformó mi concepción poética, sino también la vital. La manera en que desarrollaba el tema del amor, me cautivó.

En París, en 1970, Julio Cortázar se refirió así a la obra del poeta: “En Salinas la inteligencia también hace el amor, y su don poético que es, como siempre, el de establecer las relaciones más hondas y más vertiginosas posibles aquí abajo entre las formas del ser, para cazar, para poseer ontológicamente la realidad huyente, procede desde y en el amor. Cuando Salinas le habla a una mujer, le está hablando a todo lo que ella le da a ver, a todo lo que nace a partir de ella por el solo hecho de ceder o negarse a su pasión.”

Esta brevísima muestra aspira a presentar la sensibilidad de uno de los más grandes líricos amorosos de la poesía en español —para mí, Pedro Salinas es el máximo poeta que ha escrito sobre el amor en nuestra lengua.








Pedro Salinas (1891-1951). Nació en Madrid, y murió en Boston. Fue enterrado en San Juan de Puerto Rico. Poeta, ensayista, traductor y catedrático español. Es uno de los miembros más destacados de la llamada “Generación del 27”.

Se casó con Margarita Bonmatí Botella en 1915.

Mientras fungía como profesor de la Escuela Central de Idiomas y secretario general de la Universidad Internacional de Verano de Santander, Salinas conoció en 1932 a la estadounidense, Katherine R. Whitmore (1897-1982), con quien sostuvo un romance. Ella es la destinataria de la trilogía poética: La voz a ti debida, Razón de amor y Largo lamento.






Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,                    
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.

Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
–¿Adónde se me ha escapado?
Los pongo 
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es una carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.




La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.




Yo no necesito tiempo
para saber cómo eres:
conocerse es el relámpago, 
¿Quién te va a ti a conocer
en lo que callas, o en esas
palabras con que lo callas?  
El que te busque en la vida
que estás viviendo, no sabe
más que alusiones de ti, 
pretextos donde te escondes. 

Ir siguiéndote hacia atrás
en lo que tú has hecho, antes, 
sumar acción con sonrisa,
años con nombres, será
ir perdiéndote. Yo no. 
Te conocí en la tormenta. 
Te conocí, repentina,
en ese desgarramiento brutal
de tiniebla y luz,
donde se revela el fondo 
que escapa al día y la noche. 
Te vi, me has visto, y ahora, 
desnuda ya del equívoco,
de la historia, del pasado, 
tú, amazona en la centella,
palpitante de recién
llegada sin esperarte, 
eres tan antigua mía,
te conozco tan de tiempo, 
que en tu amor cierro los ojos,
y camino sin errar, 
a ciegas, sin pedir nada
a esa luz lenta y segura 
con que se conocen letras
y formas y se echan cuentas 
y se cree que se ve


quién eres tú, mi invisible.



Sí, por detrás de las gentes
te busco.
No en tu nombre, si lo dicen,
no en tu imagen, si la pintan.
Detrás, detrás, más allá.

Por detrás de ti te busco.
No en tu espejo, no en tu letra,
ni en tu alma.
Detrás, más allá.

También detrás, más atrás
de mí te busco. No eres
lo que yo siento de ti.
No eres
lo que me está palpitando
con sangre mía en las venas,
sin ser yo.
Detrás, más allá te busco.

Por encontrarte, dejar
de vivir en ti, en mí,
y en los otros.
Vivir ya detrás de todo,
al otro lado de todo
–por encontrarte–
como si fuese morir.




¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

Lo dejaría todo, 
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
–¡si me llamaras, sí, si me llamaras! 
será desde un milagro, 
incógnito, sin verlo.

Nunca desde los labios que te beso,
nunca
desde la voz que dice: “No te vayas.”




Los adioses.

I


Adiós. Si te digo adiós,
no nos separaremos tan pronto.
Ya no había nada que decirse.
Y de repente alguien,
tú o yo,
echó la salvación,
esa palabra, adiós, entre nosotros.
Y ahora ya no podemos
irnos así.
Hay que quedarse.
Tenemos que decirnos adiós.
Desenredar esa madeja
del adiós redondo.
Explicar, explicarnos, las entrañas
vivas o muertas del adiós.
Decir adiós, adiós,
de día, de noche;
adioses negros, blancos;
adiós riendo, adiós llorando.
Juntos ya siempre por la despedida,
inseparables
al borde mismo –adiós– del separarse.





Lo que eres
me distrae de lo que dices.

Lanzas palabras veloces,
empavesadas de risas,
invitándome
a ir adonde ellas me lleven.
No te atiendo, no las sigo:
estoy mirando
los labios donde nacieron.

Miras de pronto a los lejos.
Clavas la mirada allí,
no sé en qué, y se te dispara
a buscarlo ya tu alma
afilada, de saeta.
Yo no miro adonde miras:
yo te estoy viendo mirar.

Y cuando deseas algo
no pienso en lo que tú quieres,
ni lo envidio: es lo de menos.
Lo quieres hoy, lo deseas;
mañana lo olvidarás
por una querencia nueva.
No. Te espero más allá
de los fines y los términos.
En lo que no ha de pasar
me quedo, en el puro acto
de tu deseo, queriéndote.
Y no quiero ya otra cosa
más que verte a ti querer.




                    
El sueño es una larga
despedida de ti.
¡Qué gran vida contigo,
en pie, alerta en el sueño!
¡Dormir el mundo, el sol,
las hormigas, las horas,
todo, todo dormido,
en el sueño que duermo!
Menos tú, tú la única,
viva, sobrevivida,
en el sueño que sueño.

Pero sí, despedida:
voy a dejarte. Cerca,
la mañana prepara
toda su precisión
de rayos y de risas.
¡Afuera, afuera, ya,
lo soñado flotante,
marchando sobre el mundo,
sin poderlo pisar
porque no tiene sitio,
desesperadamente!

Te abrazo por vez última:
eso es abrir los ojos.
Ya está. Las verticales
entran a trabajar,
sin un desmayo, en reglas.
Los colores ejercen
sus oficios de azul,
de rosa, verde, todos
a la hora en punto. El mundo
va a funcionar hoy bien:
me ha matado ya el sueño.
Te siento huir, ligera,
de la aurora, exactísima,
hacia arriba, buscando
la que no se ve estrella,
el desorden celeste,
que es sólo donde cabes.
Luego, cuando despierto,
no te conozco, casi,
cuando, a mi lado, tiendes
los brazos hacia mí
diciendo: “¿Qué soñaste?”.
Y te contestaría:
“No sé, se me ha olvidado”,
si no estuviera ya
tu cuerpo limpio, exacto,
ofreciéndome en labios
el gran error del día.




Yo no puedo darte más.
No soy más que lo que soy.

¡Ay, cómo quisiera ser
arena, sol, en estío!
Que te tendieses
descansada a descansar.
Que me dejaras
tu cuerpo al marcharte, huella
tierna, tibia, inolvidable.
Y que contigo se fuese
sobre ti, mi beso lento:
color,
desde la nuca al talón,
moreno.

¡Ay, cómo quisiera ser
vidrio, o estofa o madera
que conserva su color
aquí, su perfume aquí,
y nació a tres mil kilómetros!
Ser
la materia que te gusta,
que tocas todos los días
y que ves ya sin mirar
a tu alrededor, las cosas
–collar, frasco, seda antigua–
que cuando tú echas de menos
preguntas: “¡Ay!, ¿dónde está?”

¡Y, ay, cómo quisiera ser
una alegría entre todas,
una sola, la alegría
con que te alegraras tú!
Un amor, un amor solo:
el amor del que tú te enamorases.

Pero
no soy más que lo que soy.




No quiero que te vayas,
dolor, última forma
de amar, me estoy sintiendo
vivir cuando me dueles
no en ti, ni aquí, más lejos:
en la tierra, en el año
de donde vienes tú,
en el amor con ella
y todo lo que fue.
En esa realidad
hundida que se niega
a sí misma y se empeña
en que nunca ha existido,
que sólo fue un pretexto
mío para vivir.
Si tú no me quedaras
dolor, irrefutable,
yo me lo creería;
pero me quedas tú.
Tu verdad me asegura
que nada fue mentira.
Y mientras yo te sienta,
tú me serás, dolor,
la prueba de otra vida
en que no me dolías.
La gran prueba, a lo lejos,
de que existió, que existe,
de que me quiso, sí,
de que aún la estoy queriendo.







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